El mismo día en que se decretó el aislamiento social preventivo y obligatorio me fui de licencia por maternidad, y lo cierto es que quería quedarme. Estábamos entrando en una etapa inédita, nunca vivida en nuestro país. De repente y de la noche a la mañana las personas debíamos permanecer en nuestras casas, estaba prohibido circular por las calles, ver a nuestros seres queridos o ir a trabajar. Se dispusieron excepciones para las fuerzas de seguridad, los medios de comunicación, los supermercados, las farmacias y hasta las ferreterías.
También para las autoridades nacionales y provinciales porque la situación de emergencia requería la toma constante de decisiones. Sin embargo, aunque mi actividad en el ministerio era considerada esencial, tenía que irme a casa.
Era la nochecita del viernes 20 de marzo de 2020. No podría decir que estaba cansada, la sensación era más bien de agobio, o un cierto desasosiego por lo que venía. Había sido un día largo y sofocante, demasiado para andar con una panza de casi nueve meses. La semana también había sido larga, una seguidilla de días frenéticos que comenzó cuando el Gobierno nacional dispuso, de manera intempestiva y sin consultas, la suspensión de clases en todo el país a partir del lunes 16 de marzo. Me parecía un error y así se lo dije al ministro Nicolás Trotta: si cerrábamos, nos iba a costar mucho volver. En esa época aún sabíamos muy poco sobre el virus, pero lo que veíamos en Europa nos permitía intuir que
era estacional y que la circulación aumentaba en invierno.
Recién estaba terminando el verano en nuestro país, por lo tanto, si cerrábamos, no íbamos a volver hasta septiembre.
Aquellos días de marzo fueron la culminación de una etapa y el comienzo de otra que no terminó, porque aún no conocemos el alcance de las decisiones que se tomaron. Lo que se ha caracterizado como una de las «cuarentenas más largas del mundo» tuvo consecuencias aún no mensurables pero sí visibles para todos los habitantes del país. Como ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires sí puedo ponderar lo que significó para nuestro sistema educativo.
El comienzo del ciclo lectivo nos había encontrado planificando el año que teníamos por delante y atentos a las noticias de un virus chino que se estaba propagando por el mundo. Había expectativa e incertidumbre y las medidas se fueron desencadenando en forma rápida: ante los primeros casos se aisló a los viajeros, se armó un comité de expertos, se cerraron fronteras, suspendieron las clases y a los pocos días ya quedamos todos aislados. Debíamos quedarnos en casa para preparar el sistema de salud. Como yo estaba muy cerca de la fecha de parto de mi segundo hijo y no había certezas de cuál era el riesgo que el virus tenía para las embarazadas, se precipitó mi licencia.
Ese viernes me despedí de mi equipo de trabajo, atravesé las puertas del ministerio sin ninguna certeza sobre la vuelta y solo pensaba en lo que dejaba atrás. Repasaba las raciones de comida diarias que teníamos que entregar, la disponibilidad de recursos didácticos para los docentes, las plataformas que
podíamos usar; me preguntaba cómo hacer para no perder contacto con los chicos y las familias. Pensaba una y otra vez: y yo me estoy yendo justo ahora…
Aunque los hechos se precipitaron y sucedieron muchas cosas en un corto lapso de tiempo y me cuesta aislar algunos acontecimientos en medio del caos en que estábamos viviendo, todavía tengo muy presente esa vuelta a casa que era completamente diferente a la de todos los días. Me iba por dos o tres meses y lo que llegué a imaginar como continuidad del trabajo en el ministerio se había evaporado, primero con la suspensión de clases y en ese momento con el cierre total. Después de todo este tiempo quizá no recordamos el comienzo del aislamiento obligatorio y lo que significó; yo me acuerdo del impacto que me produjo ver por primera vez una Buenos Aires vacía. Era una imagen cinematográfica: una ciudad de pronto abandonada por sus habitantes.
Mientras atravesaba más rápido que de costumbre las avenidas, presté atención por primera vez a los negocios cerrados, uno tras otro, y lo que se me vino a la cabeza fue un detalle muy preciso de mi vida personal: no compré la almohada para amamantar al bebé.
De pronto caí en la cuenta de que no tenía nada. Dejé todo para último momento y no había armado el bolso ni la habitación. Yo había previsto irme con el año lectivo en marcha y los proyectos funcionando, con cada una de las personas del equipo en sus tareas habituales y no cumpliendo funciones de emergencia en distintos lugares de la ciudad como en los últimos días. Había imaginado trabajar hasta la fecha de parto como en mi embarazo anterior y estar de vuelta a los dos meses. Eso había proyectado pero, en la realidad, el comienzo de clases estuvo atravesado por el coronavirus, con más incertidumbre que evidencias, con una sobreexposición a rumores, noticias alarmistas y un miedo creciente que se podía palpar en todos lados. A esto se sumaron las constantes idas y vueltas en las declaraciones públicas y las decisiones políticas del Gobierno nacional.
Entonces ahí estaba yo, volviendo a casa, con todas esas cosas en la cabeza y haciendo listas de lo que tenía para el parto: algo de ropa, unos pantaloncitos para recién nacido que compró mi hermana y resultaron enormes, unos pañales de cualquier tamaño que compró mi marido unos días antes y no mucho más. Me dije: no tengo la almohada para amamantar y la voy a necesitar, a mí me cuesta dar la teta. Me alejaba del ministerio hacia mi casa con sensaciones encontradas. Por un lado, la expectativa y alegría ante la llegada de un hijo que tanto habíamos buscado con Diego; por otro, cierto cargo de conciencia por dejar en un momento como ese mi puesto de gestión en el Gobierno de la Ciudad, con todas las responsabilidades que implica: 1241 escuelas públicas y 1494 de gestión privada, 110 mil trabajadores en funciones docentes y no docentes y más de 2500 personas en el ministerio de Educación. Me preguntaba una y otra vez: cómo me voy a ir justo cuando pasa esto.