Empecé este capítulo recordando el momento en que me fui de licencia por maternidad, aquel viernes 20 de marzo, después del decreto presidencial de aislamiento obligatorio para todo el país. Para comprender cómo llegamos a esa situación y cómo, desde el Gobierno nacional, se tomaron algunas decisiones cuyas consecuencias todavía estamos sufriendo, quiero detenerme en lo que pasó durante la semana anterior. Retroceder unos días en el tiempo, cuando el ministro de Educación de la Nación convocó al Consejo Federal de Educación para el viernes 13 de marzo de 2020.
El Consejo Federal se creó como un «organismo de concertación, acuerdo y coordinación de la política educativa nacional para asegurar la unidad y articulación del Sistema Educativo Nacional». La competencia sobre la educación no es de la Nación sino de las provincias, entonces se supone que el Consejo es el lugar para lograr los acuerdos federales básicos que permitan garantizar que, independientemente de la provincia de donde nazcan, todos los argentinos reciban los mismos niveles educativos. La clave del Consejo es el federalismo. Lo preside el ministro de Educación nacional y lo integramos los ministros de educación de cada jurisdicción, más tres representantes del Consejo de Universidades.
La cita para ese viernes 13 era en el salón blanco del Palacio Pizzurno y éramos más, muchos más. Doscientas personas amontonadas, sin barbijos y sin ventilación. Estaban los ministros nacionales de Salud, Desarrollo Social y Educación, los ministros de Educación provinciales, los representantes de las universidades y también estaban los distintos sindicatos docentes. Cuando llegué, me acerqué a las colegas de las provincias del sur y, antes de que comenzara la reunión, empezamos a charlar de la situación en nuestros distritos. Nos preocupaba que la falta de previsión desembocara en medidas parciales como había pasado en Río Negro, donde algunas escuelas secundarias habían cerrado por su cuenta, muchas veces presionadas por la preocupación de padres o docentes.
Ante la falta de información, son los rumores y el temor los que van ganando espacio y frente a eso es responsabilidad del Estado, en todos sus niveles, aportar claridad y tomar decisiones basadas en evidencias. No podemos guiarnos por rumores del tipo: «Che, hay que cerrar las escuelas. Fulanito vino de viaje y va a contagiar a todos». Eso no podía estar pasando.
Empezó la reunión y estas fueron las palabras del ministro de Salud: «Como hace más de 24 grados, no es problema». Dijo después que el virus no estaba circulando, que los chicos no eran un problema, que solo podrían serlo en caso de trasmitir el virus, que en caso de contagiarse en las escuelas iban a contagiar a sus abuelos, pero que como el virus no estaba circulando, no se iba a tomar ninguna medida. Nos fuimos de esa reunión con una conclusión surgida de lo aconsejado por «los expertos» al Gobierno nacional: no es el momento, no nos anticipemos a cerrar antes de tiempo porque todavía no ha venido el frío.
Antes de retirarnos, algunos de los presentes fuimos convocados para acompañar en una conferencia de prensa en la que habló el ministro: «En base a las recomendaciones realizadas por el equipo de expertos que integra el Comité Interministerial, se resolvió no suspender la escolaridad».
Esa noche teníamos otra reunión. Estaban Horacio y Diego Santilli, el ministro de Salud Fernán Quirós, el secretario de Transporte y Obras Públicas Juan José Méndez, el ministro de Justicia y Seguridad Marcelo D’Alessandro y el jefe de Gabinete Felipe Miguel, con los que seguíamos día a día ajustando el plan de emergencia. Necesitábamos saber cómo seguir, delinear estrategias puntuales, priorizar acciones y seguir una planificación integral. Con la reunión ya avanzada, de pronto me sonó una alarma interna cuando Fernán dijo:
—Va a haber que cerrar las escuelas, el virus va a empezar a circular y ya hay casos que se están estudiando.
—Pero yo hoy estuve en Nación y dijeron que no vamos a cerrar las escuelas.
Yo había estado ahí y había escuchado al Ministro de Salud: «Suspender las clases tiene un impacto social muy grande y no tiene efectos considerables en la salud, dado que hasta hoy no tenemos casos autóctonos, sino importados. Los chicos no son un grupo vulnerable».
Ginés González García habló de evidencia científica que tenía el Gobierno nacional y también de las recomendaciones de los expertos que aconsejaban no cerrar las escuelas.
Yo intentaba reproducir frente a los demás lo que se había conversado esa mañana, y recordé lo que dijo el Ministro en la conferencia de prensa: «Nos hemos reunido con todos los representantes del sistema educativo para asumir este enorme desafío de manera conjunta. Las decisiones adoptadas deben ser colectivas, consensuadas y dialogadas. Asumimos el compromiso de llevar, entre todos, tranquilidad a la sociedad de que la continuidad escolar de nuestras niñas, niños, adolescentes y jóvenes es, al día de la fecha, la mejor medida para resguardar la salud de todas y todos».
Estaba convencida de que los acuerdos en el Consejo Federal de la mañana se mantenían, así que podíamos avanzar con nuestro plan de emergencia general sin focalizar en la educación, porque las escuelas no iban a cerrar. Eso quedaría para más adelante, si la situación cambiaba, si la evidencia decía otra cosa, si las escuelas se convertían en un lugar de riesgo. Si en el futuro fuera necesario suspender las clases por un tiempo, debíamos estar preparados. ¿Qué hacemos con la comida, cómo trabajamos los contenidos, qué materiales tenemos para poner a disposición, cuántas computadoras hay en la calle? El escenario era impensable ¿Qué podía significar cerrar las escuelas? Esa fue la noche que volví a mi casa pensando en el desabastecimiento, en los pañales que no habíamos comprado, y le dije a mi marido:
—Vos fijate. Yo tengo que pensar un plan por si en algún momento cierran las escuelas.
Al otro día, sábado 14 de marzo, me reuní con el equipo del ministerio, los puse al tanto de las últimas resoluciones y empezamos a conversar sobre la necesidad de un plan ante una nueva contingencia. Debíamos estar preparados y adelantarnos a los hechos: si con el frío se complicaba la situación sanitaria y fuera necesario suspender las clases, tendríamos todo previsto. Repasamos los contenidos que teníamos en la web, el equipamiento tecnológico disponible, la cantidad de computadoras —cuánto stock hay en las escuelas, cuánto stock hay en otros espacios—, cómo estábamos de conectividad. Pensamos en los docentes y los modos de garantizar la conexión con sus estudiantes porque la mayoría estaba recién comenzando el dictado de clases, estaban conociéndose. También nos preocupaba cómo seguir garantizando la comida: 290 mil alumnos reciben todos los días algún tipo de servicio alimentario en las escuelas, son muchas raciones y hay muchos empleados, proveedores y dependencias involucrados en la logística.
Sobre el final del día, Fernán me llamó y volvió a decirme que a nivel nacional estaban hablando del cierre de escuelas.
—Te repito, Fernán, que ayer estuve con Trotta, con Ginés…
— Sole, lo estoy hablando con Ginés, vos hablá con Trotta. Eso intenté. Lo llamé y no me contestó. Le mandé un mensaje: «Llamame por favor, me están diciendo que vas a cambiar la decisión». Insistí hasta que al fin del día pude hablar con el ministro de Educación de la Nación. Fue una conversación privada y por eso no voy a contar lo que me dijo. Solo lo que ya sabemos: decidieron suspender las clases en todo el país a partir del lunes siguiente, 16 de marzo de 2020.
Si uno consulta los reportes diarios publicados oficialmente por el Gobierno nacional, puede leer un primer párrafo que se repite, idéntico, en cada uno de ellos: «A la fecha, en Argentina la mayoría de los casos son importados. Se detecta transmisión local en contactos estrechos, sin evidencia de transmisión comunitaria y el país continúa en fase de contención». También podemos ver la evolución de casos. En todo el país hubo 3 casos el 13 de marzo, 11 al otro día, 11 al siguiente y 9 casos el día lunes 16 de marzo. El informe también decía que, desde la llegada del coronavirus a la Argentina, se podían contabilizar dos personas fallecidas.
Esos eran los datos disponibles. Esa era la información que teníamos hasta entonces. Ninguna evidencia de transmisión comunitaria y la confirmación oficial de que la enfermedad estaba contenida. Cuando el ministro de Educación, primero en conferencia de prensa y después en declaraciones a los medios, el viernes 13 de marzo dijo que los especialistas en salud recomendaron no suspender las clases, también aclaró que las indicaciones podían cambiar de un minuto a otro. Cuando le consultaron sobre qué base podrían producirse esos cambios, contestó lo siguiente: «No estoy en condiciones de afirmar qué debería cambiar para que se suspendan las clases».
Por eso resulta inentendible la decisión de suspender las clases apenas comenzado el ciclo lectivo, transitando todavía el verano, con muchos meses por delante para preparar el sistema de salud y de acuerdo a las previsiones de que la circulación del virus comenzaría con los meses de frío. Había un enorme miedo a una escalada de contagios, pavor a que se replicaran en nuestro país las imágenes de muerte y hospitales saturados que llegaban desde Italia. Claramente era una decisión política. El lunes 16 a la mañana los estudiantes y docentes no irían a clases por una medida que, en los papeles, iba a durar hasta el 31 de marzo, aunque todos sabíamos que se iba a extender.
Mientras escuchaba al ministro Trotta intentando explicarme los motivos del cambio drástico en tan pocas horas de una política pública que involucra a millones de estudiantes en todo el país, tuve claro el panorama que teníamos por delante. Y así se lo hice saber:
—¿Sos consciente de que no volvemos hasta septiembre?
Porque esta enfermedad se transmite con el frío y no llegamos todavía ni al otoño.
Seis días después entraban en vigencia las medidas de aislamiento que nos tuvieron encerrados durante meses y yo dejaba el ministerio con más interrogantes que certezas. Una de las certidumbres que tenía era que el lunes siguiente los chicos no irían a la escuela, tampoco el siguiente, ni el otro, ni el otro. Las dudas que me empezaban a asaltar tenían que ver con cómo íbamos a hacer para recuperar lo que indefectiblemente se iba a perder.